Editorial 8: Hijos: naturaleza, responsabilidad y autonomía
Diciembre de 2010
Tener un hijo es probablemente una de las decisiones más importantes que una persona puede tomar a lo largo de su vida. Es la cumbre de la actividad creadora de muchas personas y, en la mayoría de los casos, constituye un compromiso con otro ser, que inicialmente está completamente desprotegido y es absolutamente dependiente de sus padres. Precisamente por esa responsabilidad que entraña, el respeto a la Naturaleza y al desarrollo autónomo de todas las personas desde que nacen debería ser entendido y tenido en cuenta por cada uno de nosotros al enfrentarnos a la posibilidad de ser padres, ya desde que tenemos el potencial para ello (11-15 años de edad).
En la línea de nuestro editorial anterior queremos exponer nuestros propósitos para este nuevo año.
Si el curso pasado la mayor parte de nuestra atención se centró en el TDAH, como trastorno del desarrollo, y en su entorno, en cómo ayudar a quienes lo padecen y a quienes conviven con ellos; este año nuestro propósito se centra en profundizar precisamente en ese desarrollo, que nos llevará desde la Primera Identidad hasta el final de nuestra vida. Este final se acompañará después del recuerdo de quienes surgieron de nosotros, dependieron de nosotros o fueron simplemente partícipes de nuestra vida social. Así pues, la Primera Identidad, esa representación mental de su hijo que aparece en la mente de los padres ya antes de que nazca, le acompañará a lo largo de su vida hasta que él mismo alcance el potencial de dar vida a otros y, posteriormente, sienta la necesidad de despedirse de ellos cuando le llegue la muerte. El desarrollo permitirá que un ser recién creado se desenvuelva autónomamente por etapas de enorme exigencia y profunda transformación, por otras de estabilidad próxima casi a la estática, hasta llegar a fases de regresión de la mayoría de sus funciones, que acabarán con el complejo proceso de la muerte, la despedida y el recuerdo de aquellos a quienes permitió seguir su propio proceso de desarrollo.
Ese parece ser el ciclo natural de nuestra existencia, y dentro de él, el respeto a la naturaleza, constituye la garantía de que todo el proceso vital se desarrolle de forma satisfactoria. La mayoría de las especies animales, entre las que nos encontramos, son instintivamente capaces de desenvolverse adaptativamente en la vida. Es impresionante ver cómo los perros, los gatos, los ratones, los caballos y la mayoría de los mamíferos hembra son capaces de reproducirse y a dar a luz a sus hijos con una entereza innata que impresiona presenciar. La naturaleza les dota de los recursos necesarios para continuar su desarrollo de forma correcta.
En nuestra especie, tan influenciada por aspectos sociales, el alejamiento de la naturaleza podría llevarnos a olvidar que muchos recursos son finitos, que tenemos ante nosotros un regalo enorme en forma de ríos, montañas, mares, playas, prados…hombres, mujeres, niños, niñas…Y parece por tanto incoherente que nos resistamos a determinadas leyes de la naturaleza y nos olvidemos del respeto al desarrollo de las personas: que nos empeñemos en que un niño empiece a andar, leer, hablar…antes de lo que dice la experiencia basada en la observación espontánea del desarrollo. No observar ese respeto a las fases necesarias para alcanzar una determinada función suele terminar en agotamiento, como el no respetar los momentos de descanso determinado por los ciclos naturales (noche/día; estaciones del año). Al mismo tiempo resulta desconcertante comprobar cómo personas físicamente adultas son incapaces de emanciparse hasta los 30 o más años de edad, o cómo parece no importar demasiado a la sociedad que niñas que tienen la primera menstruación carezcan de la información necesaria para afrontar la responsabilidad que, por su potencial como madres, la naturaleza ha depositado en ellas, o que chicos de la misma edad no admitan siquiera ese concepto como propio. La sociedad se preocupa más de buscar soluciones poco respetuosas con la naturaleza que cubran las carencias a la que nos somete nuestro distanciamiento de ella.
Parece intuitivo que el ideal de una vida consista en invertir el tiempo en aprovechar todas las experiencias vividas, las positivas pero sobre todo las negativas, para enriquecernos como seres humanos y llegar a nuestro último momento en un estado de máxima perfección de nosotros mismos, creado a partir de la experiencia de toda una vida.
Cada nueva persona surge con entidad propia y con el potencial de ir asumiendo progresivamente una autonomía que siempre le diferenciará de sus padres, no sólo físicamente (por muchos parecidos evidentes que nos hayamos encontrado) sino también afectivamente, en su personalidad, en su forma de pensar y de actuar, en su ideología, en sus ideales, en sus valores, en sus gustos…
Muchos padres consideran que sus hijos son una proyección de ellos mismos y a veces, en su afán por protegerlos, les impiden el progreso autónomo de su propio desarrollo. En otras ocasiones ocurre casi lo contrario, y la incapacidad de algunos padres para guiar al nuevo ser desprotegido, produce en éste un desvío de su desarrollo que, por negligencia acaba por manifestar todos los defectos y dificultades que potencialmente podían aparecer en él, a partir de su carga genética (con la que nace). En esa interacción entre genética y ambiente, parecen cruciales en las etapas más tempranas del desarrollo. Si al nacer somos como un bloque de plastilina, el ambiente en el que nos desarrollamos y todo el conjunto de experiencias que nos toca vivir, van a ir moldeando ese bloque más o menos flexible y plástico, de forma que lo ideal parece ser el conseguir disimular al máximo nuestros defectos y exhibir fundamentalmente nuestras virtudes. Pero esto que acabamos de enunciar, es mucho más fácil de decir que de llevar a la práctica, porque se ve influido por multitud de factores, muchos de ellos no dependientes de nosotros mismos y sí de las etapas más tempranas de nuestro desarrollo, en las que somos casi completamente dependientes y tremendamente sensibles a los estímulos que nos rodean. En estas etapas, nuestros padres o cuidadores pueden hacer mucho por nosotros al dotarnos de las experiencias adecuadas para favorecer nuestra autonomía y nuestra integración en este entorno en el que vamos a vivir. No olvidemos que dificultades similares a las que hemos tenido que afrontar nosotros a lo largo de nuestra vida, tendrán que afrontar nuestros hijos, si no incluso peores…y lo mejor que podemos hacer por ellos es favorecer que puedan enfrentarse a ellas con los recursos suficientes para salir continuamente adelante. Y parece que, si respetamos las enseñanzas de la Naturaleza y su extensa experiencia, presente incluso antes de la aparición de nuestra especie, y permitimos a nuestros hijos desarrollarse de acuerdo a su propio ritmo, a sus propias necesidades y no a las nuestras o a las que dicen los libros, nuestros hijos irán progresivamente estando dotados de los recursos suficientes para vivir de forma adaptada. Así, ya en el útero de nuestra madre, cuando estamos preparados para adaptarnos a los cambios de temperatura, a la respiración aérea, a succionar la tetina o el pezón, mandaremos señales a nuestra progenitora para que se dirija al paritorio y nos permita salir, con más o menos dificultades. Y después, cuando las regiones motoras de nuestro cerebro, nuestro cerebelo y nuestros músculos estén preparados, comenzaremos a reptar, gatear y caminar. No es cuestión de “enseñarles” a alcanzar los hitos del desarrollo, sino de respetar su ritmo de desarrollo y darles el espacio suficiente para que puedan implementar esas nuevas funciones que se sienten preparados a expresar. La sobreprotección en estas etapas no hace sino restringir el espacio que el nuevo ser necesita para manifestar sus potenciales…y la negligencia impedirá al nuevo ser rodearse de la seguridad necesaria para intentar nuevos retos. Y la clave para encontrar ese equilibrio probablemente esté en el respeto a la naturaleza, a sus ritmos de desarrollo, a la entidad del otro (aunque el otro sea nuestro propio hijo).