Apego, vínculo
El apego o
vínculo es la relación que se establece entre un bebé y su
cuidador originalmente, que se incorpora en él, le acompaña a lo
largo de la vida y condiciona su capacidad para desarrollar
relaciones más complejas en su desarrollo, e influye, de forma muy
importante, en la calidad de las relaciones interpersonales futuras.
Las primeras relaciones de apego se establecen con los cuidadores
primarios, sean la madre, el padre, otro familiar, un cuidador
profesional... El niño pequeño tiene unas necesidades básicas de
atención a sus necesidades fisiológicas y emocionales, estado de
apetito, temperatura, salud; sin que un adulto se haga cargo de esas
necesidades básicas, el bebé no sobrevive. Si el niño no siente
que ante una situación de angustia, de miedo, de hambre, de frío,
hay un adulto que responde, va creciendo sin seguridad en que las
personas y el mundo le puedan cuidar. Crece con desconfianza básica,
o con resentimiento, o con incapacidad para vivir a las personas como
agentes de algo bueno para ellos. Con miedo al abandono.
El apego
seguro es aquella relación que se basa en la seguridad y la
confianza, y que permite al individuo en crecimiento mirar al mundo,
explorarlo, aprender, desarrollarse. Tener alguna relación de apego
seguro en la infancia es un seguro de vida para poder establecer
relaciones de confianza, intimidad, amor, en el futuro. Un apego
inseguro, ambivalente o desorganizado (los tipos fundamentales de
apegos no seguros) es un factor de riesgo importante para el
desarrollo de trastornos de personalidad y de conducta.
Desgraciadamente, en los niños en situación de desamparo predominan
los apegos no seguros. Esto hace que cualquier adulto que se
relacione con estos niños tiene que tener un especial cuidado,
sensibilidad y responsabilidad en el establecimiento de relaciones
con estos niños. Son especialmente sensibles a las relaciones
inadecuadas, despreocupadas, interrumpidas, irresponsables. Todos
tiramos de nuestras experiencias previas para imaginarnos como va a
ser la relación con una persona que conocemos. Tenemos unos modelos
de relación interiorizados, basados en nuestras vivencias, de cómo
se relaciona la gente entre sí. Estos modelos se basan en cómo se
ha relacionado la gente con nosotros en el pasado. Idealmente
tendremos referencia de relaciones de muchos tipos, pero no faltará
la experiencia de una relación de cuidado, de amor, en que hemos
sido muy importantes para alguien, que nos han querido
incondicionalmente, que nos han respetado, que nos han escuchado. La
tendencia natural de todos, y por supuesto también de los niños en
acogimiento, será la de esperar de los adultos el mismo tipo de
interacción que han vivido en el pasado (o alguna de ellas). Lo
normal, por tanto, será que no esperen nada bueno del adulto que
ahora se acerca para intentar ayudarle.
Y costará
mucho demostrar a cada niño concreto que nuestro comportamiento con
él, que la relación que le ofrecemos, es algo diferente a lo que ha
vivido. Seguro que no le convencemos con las palabras. Solo la
experiencia de un tipo de relación nuevo, diferente, cuidadoso, que
soporta los envites y las dificultades a que el niño está
exponiéndola, será capaz de, poco a poco, irse convirtiendo en un
modelo de relación nuevo que el niño pueda interiorizar y, en el
futuro, ofrecer a los demás. Cuanto más dañado esté el niño
previamente a nivel relacional, a nivel emocional, más costará que
se abra a una relación de confianza real, y de seguridad, más
difícil lo hará, más le costará creérselo. La apariencia será
con frecuencia la de un niño, o niña, que se relaciona con
dificultad, resentido, oposicionista. Otras veces, que se relaciona
con excesiva facilidad. Es otra de las caras del vínculo dañado. La
rápida y falsa capacidad para vincularse, indiscriminadamente, a
cualquiera que de inicio no haga daño. Pero nadie puede acelerar el
tempo de la curación del vínculo y ese tipo de vinculaciones suele
acabar mal, porque la demanda subyacente (de convertirse en lo que ha
estado ausente, una madre, un vínculo seguro) es imposible de
satisfacer. Y la relación se repite una y otra vez, acabando en
frustración y decepción, o, en el peor de los casos, en relaciones
afectivas o sentimentales dañinas.
Es por eso
que la continuidad, el respeto, la duración, la autenticidad, la
disponibilidad, son elementos que pueden hacer que una nueva relación
sea emocionalmente correctora. No es labor del educador o la
institución cuidadora reparar vínculos. Sí debe ser no dañarlos
más. Pero a veces, hay suerte, o buena planificación, y se pueden
dar las condiciones idóneas en la relación educador-niño y la
relación puede ser terapéutica. Muy resumidamente, el educador que
podría plantearse tener una relación terapéutica de los vínculos
dañados de un niño tendría que ser duradero en el tiempo, y ha
tenido que poder vivir con el niño y superar experiencias de
distinto tipo, haber superado las pruebas a las que el niño le va a
someter, inconscientemente, para comprobar si el educador sigue
“ahí”, con él, en lo bueno y en lo malo. Para adquirir la
confianza verdadera del niño, una confianza constructiva, que dé al
niño seguridad y capacidad para crecer como individuo independiente,
es necesario que el educador ocupe muy bien el lugar que le
corresponde, sin generar falsas expectativas de suplantar un padre
que no hubo, pero con toda la cercanía, respeto, disponibilidad y
acompañamiento que son la base de una buena relación.
Los
educadores de menores en acogimiento se ven sometidos a mucha presión
psicológica. Los niños, si el educador se deja, vuelcan en él
todas sus angustias, y el educador tiene que poder manejar esas
angustias de una manera madura y constructiva, sin evitar la relación
con el niño, sin reaccionar intentando reparar más allá de lo
posible, sin sobreproteger o victimizar. Para ello, suele ser
necesario tener algún mecanismo para cuidar al educador, para
supervisar su labor, para ayudarle a ventilar y gestionar la angustia
de trabajar con niños tan carenciados y dañados.